miércoles, 1 de mayo de 2013


De la reforma laboral a la reforma 

penal: todos a la cárcel


Héctor Illueca
Doctor en Derecho e Inspector de Trabajo y Seguridad Social
Adoración Guamán
Doctora en Derecho y Profesora de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social
1 de Mayo 2013
Las políticas de austeridad impuestas por la troika (Comisión Europea, Banco Central Europeo y Fondo Monetario Internacional) y aplicadas por el Partido Popular están provocando una silenciosa redefinición de las funciones del Estado progresivamente conquistadas luego de un trayecto secular. De manera relativamente rápida, el Estado reduce su intervención social al tiempo que refuerza los dispositivos disciplinarios mediante la intensificación de su intervención penal. Como si fuera una persona arrepentida de haber sobreprotegido a sus hijos, el Estado neoliberal se dispone a tratar severamente a los ciudadanos, criminalizando la miseria y elevando la acción penal a la categoría de función pública prioritaria. De este modo, la cansina apelación al orden público del Gobierno del Partido Popular constituye el reverso inevitable de la normalización del trabajo precario y el desmantelamiento del Estado de bienestar.
Veamos. El 10 de febrero de 2012 el Gobierno aprobó una reforma laboral que consagraba el abaratamiento del despido y la desarticulación de la negociación colectiva, con el fin de inducir un violento retroceso salarial y un no menos feroz ajuste de plantillas en las empresas. Transcurrido un año desde su entrada en vigor, las consecuencias más dramáticas de la acción gubernamental encuentran reflejo en los diferentes datos estadísticos: la Encuesta Trimestral de Coste Laboral correspondiente al tercer trimestre de 2012 situaba el coste salarial total por trabajador en 1.805,63 euros, un 7 por ciento menos que en el segundo trimestre (1.939,73), mientras la última Encuesta de Población Activa eleva el número de parados a un nuevo máximo histórico, 6.202.700 personas, con una tasa de desempleo del 27,16% de la población activa.

Poco después de la aprobación de la reforma laboral, el Ministro del Interior anunció la tramitación de una importante reforma del Código Penal, cuyo principal objetivo parece ser reprimir y criminalizar las crecientes protestas contra las políticas de austeridad. Esta iniciativa, que ha merecido una severa crítica del Consejo General del Poder Judicial, se encuentra actualmente en sede parlamentaria y, entre otros aspectos, prevé que la resistencia pasiva a las fuerzas de seguridad se considere como delito de atentado a la autoridad, lo que podría abarcar una amplia gama de comportamientos hasta ahora no penalizados: por ejemplo, realizar una sentada colectiva durante una manifestación o encadenarse por los brazos para evitar un desahucio. También se pretende tipificar como delito la difusión por Internet de convocatorias violentas o que alteren gravemente el orden público, lo que probablemente evoca, en la intención del Gobierno, la manifestación acaecida el 15 de mayo de 2011 y las diferentes movilizaciones que la sucedieron.
En nuestra opinión, ambas reformas están relacionadas entre sí y suponen la culminación de un proceso iniciado en la década de los noventa y orientado a la generalización del trabajo precario por medio de la coerción política. O, por expresar la idea con mayor precisión, se trata de sustituir nuestro modesto e incompleto Estado de bienestar por un Estado penal que sea capaz de imponer el trabajo mercantilizado como norma societal. La filosofía que subyace a este proceso es la de un Estado crecientemente invasivo y represor de una población atenazada por el desempleo y la precariedad laboral, que contempla atónita la obscena tolerancia del poder con los abusos cometidos por los más privilegiados de la sociedad. De este modo, el progresivo debilitamiento del Estado social conlleva un crecimiento distópico del aparato penal, alumbrando una sociedad cada vez más instalada en la violencia, la injusticia y la desigualdad.
Ciertamente, las estadísticas avalan un incremento fulminante de la población reclusa durante los últimos veinte años, coincidiendo con la llegada a nuestro país del llamado neoliberalismo. Según datos del Instituto Nacional de Estadística, entre 1990 y 2010 la población penitenciaria española prácticamente se duplicó en términos relativos, pasando de 85 a 160 reclusos por cada cien mil habitantes, lo que implica un incremento superior al 90 por ciento. Es muy significativo que la actual hipertrofia carcelaria haya despertado el interés del Defensor del Pueblo, que en reiterados informes ha venido denunciando la masificación y el hacinamiento de los presos como hechos que afectan a la dignidad de las personas y constituyen una pena adicional no prevista por el legislador. A la vista de tales datos, parece que debemos dar la razón a Eduardo Galeano cuando afirmaba que, para dar libertad al dinero, había que encarcelar a la gente.
Partiendo de esta base, la crisis económica que asola nuestro país ha puesto sobre la mesa la imperiosa necesidad de criminalizar la miseria para acelerar la transición hacia un Estado darwinista que se repliega sobre sus primitivas funciones de mantenimiento del orden público, en detrimento de su actividad tradicional en materia económica y social. En una situación de desempleo masivo y precariedad generalizada, el aparato penal se erige en instrumento imprescindible para someter a los sectores insubordinados y reafirmar el monopolio del Estado sobre la violencia institucionalizada. La mano invisible del mercado, tan cara a la tradición liberal, encubre y disimula un verdadero puño de hierro que concentra la enorme fuerza del Estado hobbesiano para imponer el trabajo precario y recluir o amedrentar a los sectores insumisos del naciente orden social.
Curiosamente, no es la primera vez que el liberalismo radical defiende y estimula la creación de un aparato penal destinado a contener las consecuencias deletéreas de la desregulación social y laboral. La huelga, por ejemplo, constituye un fenómeno social percibido con desconfianza por parte del poder político, que históricamente ha tratado de imponer restricciones o limitaciones de variada naturaleza. Recordemos que en una primera etapa era considerada como delito en los Códigos penales europeos, prolongándose tal situación hasta bien entrado el siglo XIX. El reconocimiento legal del derecho de huelga se produjo posteriormente, tras una larga historia de violencia y represión de la que el movimiento obrero fue especialmente víctima. Importantes personalidades liberales como Lloyd George, Theodore Roosevelt o Walter Lippmann, por citar sólo algunos ejemplos, invocaron y justificaron la violenta represión de los trabajadores mientras defendían el principio de intervención mínima en la economía.
Al igual que sus predecesores, los ideólogos neoliberales apelan abiertamente a la violencia del Estado para reprimir o contener los efectos devastadores del laissez-faire. En esta ocasión, sin embargo, los destinatarios de la oleada represiva no son sólo los sindicatos de trabajadores, sino también, y preferentemente, los sectores populares que están protagonizando las diferentes luchas sociales desencadenadas por la crisis: desempleados, estudiantes, trabajadores precarios, hombres y mujeres que lo han perdido todo y están viviendo esta época como un profundo terremoto social y cultural. La anunciada reforma del Código Penal o el intento de criminalización de los escraches protagonizados por la PAH son sólo una muestra de la nueva doxa punitiva concebida para atenazar a las regiones inferiores de nuestro espacio social.
Ya no es posible ocultar que las razzias policiales observadas en Valencia, Madrid o Barcelona persiguen objetivos políticos y mediáticos, mucho más que judiciales. La respuesta gubernamental al creciente y justificado enojo ciudadano es el recurso al uso generalizado o la amenaza de la fuerza como medio de dominación. La crisis de legitimidad se extiende a sectores cada vez más amplios de la sociedad. Es muy importante que todos comprendamos que las políticas de austeridad no sólo ponen en entredicho los derechos económicos y laborales conquistados durante generaciones, sino también los derechos políticos reconocidos al término de la dictadura. O, por decirlo con otras palabras, la salida de la crisis que el Partido Popular está tratando de imponer no sólo es incompatible con el Estado de bienestar, sino también, y fundamentalmente, con la democracia.

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